martes, 22 de noviembre de 2011

La felicidad.


No siempre la felicidad reside en grandes sucesos. A veces no nos damos cuenta de que algunas cosas pequeñitas nos hacen tan felices, o incluso más, que otras mayores. Y pensamos que no sirve de nada un susurro de apoyo al oído, débil y, al mismo tiempo, fuerte. Despreciamos una tarde de domingo en pijama, con el pelo recogido en una coleta mal hecha, sentados en el sofá y viendo, sin ninguna preocupación, la película que echan en la tele. Nos parece banal chocar con una niñita que corre a buscar a su mamá cuando, con prisa, atravesamos el parque, y menospreciamos todos los recuerdos que se nos vienen a la cabeza gracias a ella. No valoramos lo suficiente una mirada cariñosa, dulce, sincera, cómplice. No le dedicamos tiempo a las sonrisas especiales, sonrisas hermosas, con desperfectos pero aún así brillantes, alegres, pícaras. Las caricias no nos parecen lo suficientemente importantes como para dedicarles tiempo.
Perdemos el tiempo buscando la felicidad en cosas grandes, en proyectos enormes, y nos olvidamos de que todo empieza por las cosas pequeñas. Nos olvidamos de lo felices que podemos ser tomando un chocolate caliente en diciembre, con unas verdaderas amigas, riéndonos de cualquier chorrada e intentando calentar las manos con la cálida taza. Miramos con desprecio a aquellos que afirman que su felicidad está en levantarse tarde, en saltar sobre la cama, en romper las reglas, en rodar por la hierba y mancharse de barro. Queremos ir de maduros y no nos damos cuenta que es en la infancia cuando más felices somos, que es entonces cuando lo hacemos todo porque no nos importan los demás, queremos crecer demasiado pronto, no nos damos cuenta de que quizá de mayores querremos volver a ser pequeños.
Todos tenemos un momento especial, un momento no muy extraordinario o fuera de lo común, pero sí hermoso y feliz. Por eso, nunca me olvidaré de esos paseos por la playa con mi mejor amiga. Unos paseos interminables y al mismo tiempo demasiado cortos, en los que hablamos despreocupadamente de todo y de nada al mismo tiempo, comiéndonos un helado, riéndonos cuando una de las dos se mancha de chocolate. Son esa clase de momentos cuando sentimos que, verdaderamente, si estiramos una mano podremos llegar a tocar el cielo.

[E.Bueno]

jueves, 10 de noviembre de 2011

Los cuentos de hadas.

Todos los cuentos empiezan por “Érase una vez…” y terminan por “…y vivieron felices y comieron perdices”. Todos ellos suceden en “un país muy lejano” “hace mucho, muchísimo tiempo”. En todos los cuentos hay una princesita en apuros, una niña dulce que debe esperar a su príncipe para que le saque las castañas del fuego. Nunca, repito, nunca en un cuento, la chica deberá valerse por sí misma. Cuanto más inútil sea, mejor. En un cuento, la protagonista deberá esperar; bien, sentada, dormida o limpiando, a que llegue un hombre hecho y derecho, un valiente capaz de luchar contra dragones, contra brujas y fieras; un valiente capaz de escalar la torre más alta del castillo con tal de conseguir el amor de la chica. Esta chica, por supuesto, caerá a sus brazos nada más verlo aparecer, empapado de sudor y sangre. Nunca podrá negarse a casarse con él, y juntos tendrán cincuenta y ocho hijos, a los cuales cuidará en todo momento, sin quitarles un ojo de encima, pues son hijos del valentísimo caballero que luchó por su libertad.
No. A mí nunca me han gustado estos cuentos. Cuando era pequeñita y mi mamá me contaba la historia de Blancanieves, la de La Bella Durmiente o la de Rapunzel, yo me enfadaba tremendamente. ¿Por qué tenían aquellas historias que haber pasado tan lejos, hace tanto tiempo? ¿Por qué acababa todo bien? La bruja se caía por un barranco, la fiera se volvía buena, el dragón desaparecía… ¿Por qué las chicas no podían luchar ellas solas contra el dragón? ¿Qué sabía hacer el príncipe que la princesa no podía hacer? ¿Por qué los príncipes siempre eran hombres guapos, fuertes y valientes? ¿Qué es que en aquel país lejano no había nadie feo, débil y enfermo? ¿Por qué Blancanieves podía hablar con los animales y yo por más que lo intentara no? Y qué es, ¿que nunca se cansaba de fregar? La Bella Durmiente era una vaga, ¿siempre durmiendo? Eso no se lo creía nadie... Nunca había un cuento de princesas valientes que lucharan contra fieras terribles para defender a su pueblo. Siempre eran los príncipes. Los príncipes esto, los príncipes lo otro, los príncipes blablablá, los príncipes tururú.
Yo quería una historia en la que una chica morena, simpática, valiente y trabajadora recorriera el mundo, luchando contra malvados y protegiendo a los ciudadanos. Yo quería un cuento especial… Un cuento para mí sola. Un cuento que contara lo que yo quería. Yo quería mi propio cuento.
[E.Bueno]

jueves, 3 de noviembre de 2011

Él.

Suena el despertador. Las siete y media. Me levanto con una sonrisa en la cara. Pienso en todo lo que ha pasado. ¿Es cierto? ¿Ha ocurrido todo eso o sólo ha sido un sueño bonito? No. No ha podido ser un sueño. Era muy real. Él. Él susurrándome al oído. Él apartándome el pelo de la cara. Él acercándose poco a poco a mí. Él besándome dulcemente, despacio, con ternura. No. No ha podido ser un sueño, estoy segura de que todo fue real. Vuelvo a sonreír. Nadie me va a amargar hoy el día, me siento con ganas de todo, con la fuerza suficiente como para mover montañas. Es increíble como alguien puede hacerte sentir tan especial en tan sólo un segundo, como puede hacerte brillar de felicidad durante tanto tiempo. Es increíble lo perfecto que me resulta todo hoy. Es increíble. Él es increíble.

[E.Bueno]