No siempre la felicidad reside en grandes sucesos. A veces no nos damos cuenta de que algunas cosas pequeñitas nos hacen tan felices, o incluso más, que otras mayores. Y pensamos que no sirve de nada un susurro de apoyo al oído, débil y, al mismo tiempo, fuerte. Despreciamos una tarde de domingo en pijama, con el pelo recogido en una coleta mal hecha, sentados en el sofá y viendo, sin ninguna preocupación, la película que echan en la tele. Nos parece banal chocar con una niñita que corre a buscar a su mamá cuando, con prisa, atravesamos el parque, y menospreciamos todos los recuerdos que se nos vienen a la cabeza gracias a ella. No valoramos lo suficiente una mirada cariñosa, dulce, sincera, cómplice. No le dedicamos tiempo a las sonrisas especiales, sonrisas hermosas, con desperfectos pero aún así brillantes, alegres, pícaras. Las caricias no nos parecen lo suficientemente importantes como para dedicarles tiempo.
Perdemos el tiempo buscando la felicidad en cosas grandes, en proyectos enormes, y nos olvidamos de que todo empieza por las cosas pequeñas. Nos olvidamos de lo felices que podemos ser tomando un chocolate caliente en diciembre, con unas verdaderas amigas, riéndonos de cualquier chorrada e intentando calentar las manos con la cálida taza. Miramos con desprecio a aquellos que afirman que su felicidad está en levantarse tarde, en saltar sobre la cama, en romper las reglas, en rodar por la hierba y mancharse de barro. Queremos ir de maduros y no nos damos cuenta que es en la infancia cuando más felices somos, que es entonces cuando lo hacemos todo porque no nos importan los demás, queremos crecer demasiado pronto, no nos damos cuenta de que quizá de mayores querremos volver a ser pequeños.
Todos tenemos un momento especial, un momento no muy extraordinario o fuera de lo común, pero sí hermoso y feliz. Por eso, nunca me olvidaré de esos paseos por la playa con mi mejor amiga. Unos paseos interminables y al mismo tiempo demasiado cortos, en los que hablamos despreocupadamente de todo y de nada al mismo tiempo, comiéndonos un helado, riéndonos cuando una de las dos se mancha de chocolate. Son esa clase de momentos cuando sentimos que, verdaderamente, si estiramos una mano podremos llegar a tocar el cielo.
[E.Bueno]